Obituario: Gordon Willis, Parte II

Parte I

Minucioso en su labor, con ojo para cada detalle, enemigo de las fórmulas y valedor de que cada historia necesitaba su propio concepto (se quejaba, amargamente, de que después de «The Godfather, Part II», todas las películas de época adoptasen un tono amarillento), Gordon Willis fue un hombre de un carácter muy fuerte, con una mente muy lúcida y unas ideas muy claras con respecto a lo que debía de ser el rodaje de una película y a las películas en general. Ello es evidente repasando su filmografía, ya que es de los pocos directores de fotografía de los cuales, en pantalla, no sólo se aprecia su estilo de luz, sino también, su forma de concebir el trabajo de cámara en una película, con sus célebres planos amplios, muchas veces frontales, captados con focales medias desde bastante lejos, para ofrecer una perspectiva general sin la distorsión de los angulares. El 40mm era su lente predilecta en formato esférico y, posiblemente, gran parte de sus célebres tomas en formato anamórfico estén captadas con su focal más equivalente, el 75mm. Hombre de Panavision, se dice que en la sede de esta casa de alquiler le tenían reservadas sus ópticas predilectas, a través de los números de serie. Como consecuencia de su carácter, Willis funcionaba muy bien complementando a realizadores más interesados en las historias que contaban y en la dirección de actores, encargándose él mismo de la traslación técnica de las mismas a la pantalla, diseñando la planificación en base al montaje, si era necesario. Precisamente, una de sus quejas recurrentes iba dirigida contra la costumbre de Hollywood de rodar muchos más ángulos de los necesarios, sólo para cubrirse, de manera que las películas, según su opinión, carecían de un punto de vista y estaban hechas por el montador. Pero también, lejos de ser una persona huraña, según quienes le conocieron más de cerca, era un hombre de una enorme ironía y sentido del humor.

«The Parallax View» (1974)

Como consecuencia de lo anterior, quizá no resulte tan extraño que un famoso cómico, ya consolidado como guionista y director de cine, le confiase su proyecto más ambicioso hasta la fecha y acabase formando la tercera y puede que más importante asociación profesional de Gordon Willis. Hablamos, por supuesto, de Woody Allen, y de su película “Annie Hall”. Sus primeros films, como “Take The Money and Run” (1969), “Bananas” (1971) o “Sleeper” (1973) habían sido ingeniosas comedias en las que la parte técnica había tenido una escasa importancia. Simplificando, podría decirse que Allen se había limitado a situar la cámara, a los actores delante de ésta y se había puesto a rodar. Ya en “Love and Death” (1975) se apreciaba un cierto intento de superar esta etapa con un mejor uso de la luz y de las posibilidades narrativas de los movimientos de cámara y la composición de la imagen. “Annie Hall” continuaba siendo una comedia, pero una comedia más elaborada, de modo que Allen buscaba un colaborador que le ayudase a encontrar ese planteamiento más maduro que necesitaba. Allen, parece ser, es una persona muy celosa de su intimidad y de sus trabajos, de modo que Willis sólo pudo leer el guión en su presencia y, tras no parar de reir mientras pasaba sus páginas, aceptó el proyecto.

«Annie Hall» (1977)

Hay un antes y un después de Gordon Willis en el cine de Woody Allen. Tras su encuentro, las películas del realizador tienen una puesta en escena mucho más reflexiva, quizá mucho menos espontánea, pero más cinematográfica. Con sus composiciones de imagen, el uso de los espacios –muchas veces, los espacios negativos, con cortes en paredes sin información, que aislan a los personajes- o sus cámaras fijas mientras los personajes de Allen entran y salen del encuadre, sus guiones alcanzaron un impacto mucho mayor a nivel cómico y dramático, al tiempo que los acabados formales no sólo mejoraron, sino que se rivalizaban con los mejores de su época. Con Willis, Allen dio el salto al drama en “Interiors” (1978), con una clara inspiración en Ingmar Bergman y unas imágenes más oscuras y más opresivas que nunca. “Manhattan” (1979) constituyó un hito con su imagen en blanco y negro, formato panorámico anamórfico y emblemáticas composiciones de imagen. Repitieron el blanco y negro, esta vez con Fellini y “8 ½” (1963) en el punto de mira, en “Stardust Memories” (1980) y en “Broadway Danny Rose” (1984), alternándolos con dos trabajos en color y un falso documental: “A Midsummer’s Night’s Sex Comedy” (1982), con románticas imágenes naturalistas, “Zelig” (1983), en el que se combinó metraje de época con nuevas imágenes degradadas a propósito, integrando a veces a Allen en diversas situaciones y “The Purple Rose of Cairo” (1985), una comedia romántica de sencilla apariencia, pero muy complicada de rodar por la multitud de escenas –las que combinan la película dentro de la película y los actores que reaccionan ante ella- que requirieron el uso de técnicas como la proyección frontal, que supusieron una tortura para el equipo y un enorme esfuerzo por parte de Willis para conseguir su habitual perfección técnica.

«Manhattan» (1979)

Cuenta la leyenda que cuando llegó la hora de rodar “Hannah and Her Sisters” (1986), Willis estaba ocupado rodando otro proyecto y Allen se lo ofreció al operador habitual de Michaelangelo Antonioni, Carlo Di Palma. Después del “sufrimiento” que a Allen le suponía trabajar con Willis y de conocer la espontaneidad y carácter mediterráneo de Di Palma –si Willis era la concisión en la composición y las tomas estáticas, Di Palma era la improvisación y el movimiento-, Allen prefirió seguir trabajando con el italiano, alternándolo eso sí con Sven Nykvist, el operador habitual de su ídolo, el sueco Bergman, cuando tuvo la oportunidad. Y de esta forma, se cerró un ciclo apasionante y una muy fructífera asociación entre Allen y Willis. Las declaraciones de ambos, con el paso de los años, revelan cierta tensión en su relación, pero también un enorme respeto entre ambos, asumiendo el fin de la relación profesional como algo natural.

Gordon Willis (izq., con el visor) y Woody Allen (dcha).

Durante los años 80 la carrera de Willis comenzó a decaer en varios aspectos. De un lado, porque como él mismo decía, los realizadores con los que le gustaba trabajar lo hacían de manera más esporádica o bien en proyectos de menor interés. Y por otro, porque quizá Willis, cansado de asumir tantos riesgos y un peso tan grande a sus espaldas -iluminar y exponer para bajos niveles era arriesgado, y más aún cuando el trabajo de los laboratorios de revelado dejó de tener la consistencia de antaño- varió un aspecto fundamental de su técnica: la forma de exponer su negativo. Si durante la época en que alcanzó la celebridad subexponía siempre la emulsión y de una forma muy consistente –según sus declaraciones, era tan preciso que sus revelados a una luz eran perfectamente proyectables- durante los 80 y 90 hizo lo contrario, adoptando la técnica más común de sobreexponer la emulsión. De este modo, normalmente se consiguen colores más ricos e intensos y negros más puros, además de una imagen más limpia y menos granulada. También es una imagen más manipulable y que admite un margen de error mucho mayor (se puede subir o bajar al positivar), cosa inexistente en sus grandes obras de los 70 que, como los montajes de Orson Welles, sólo podían procesarse de una forma: tal y como lo había concebido su autor.

 

“Pennies From Heaven” (Herbert Ross, 1981), “Perfect” (James Bridges, 1985) ó “The Money Pit” (Richard Benjamin, 1986), quizá un fallido intento de arrimarse a la factoría Spielberg, son algunos de sus títulos en los 80. Mantienen un “look” visual de interés, especialmente la primera, pero no son los clásicos irrepetibles de los 70. Muy destacable es también el thriller “Windows” (1980), su única película como director. Quizá a base de escuchar la evidencia de que gran parte del éxito de los films en los que había trabajado hasta aquél momento era consecuencia directa de su labor tras las cámaras, Willis cometió el que él mismo calificaba como el mayor error de su carrera (“pensaba que no sería capaz de dirigir una película y descubrí que tenía razón”). Se confirmó así mismo que funcionaba mucho mejor como un segundo espada, un colaborador muy cercano del director, que como director de orquesta. Además, aunque algunas fuentes indican que ofreció el puesto de operador a Vittorio Storaro, que estaba ocupado en aquél momento, no encontró a nadie que se atreviera a rodar para él o le convenciera lo suficiente, de modo que también tuvo que asumir la dirección de fotografía de la película, que se saldó con un sonoro fracaso crítico y comercial.

Gordon Willis (izq.) y Francis Coppola (dcha.), rodaje de «The Godfather, Part III»

Cada vez más refugiado en la publicidad, con una productora propia en la que su hijo ejercía de realizador y él mismo como primer operador, en los 90 realiza muy pocos trabajos de cine. La década comienza con “Presumed Innocent” (1990), un nuevo thriller de Alan J. Pakula, con un refinado acabado, buenos resultados globales pero sin la chispa y genialidad en el apartado visual de sus trabajos anteriores. Destaca, por supuesto, cómo no, su retorno a la familia Corleone y a la recuperación de su asociación con Francis Coppola en “The Godfather, Part III” (1990), película en la que recibió muchas presiones. De hecho, estuvo a punto de no hacerla y  su trabajo, como el resto del film, es bueno, pero siempre queda a un par de peldaños de distancia de las obras originales. Curiosamente, recibió por este film su segunda nominación al Oscar –“Zelig” de Woody Allen, tan lejana a su estilo, había sido la primera- y su primera y única mención al premio de la American Society of Cinematographers (ASC), muestra de la leyenda que ya por aquél entonces Willis arrastraba tras de sí, más que de los propios méritos de la tercera entrega de la obra de Mario Puzo. Un director que siempre ha mostrado interés por lo visual como Harold Becker le contrató en 1993 para “Malice”, un thriller más en la carrera de Willis, en este caso protagonizado por Nicole Kidman, Bill Pullman y Alec Baldwin. Aquí Willis se muestra como un director de fotografía tan preocupado de retratar bien a sus actores como de crear una sugerente atmósfera, aunque los excesivos giros de guión acaben lastrando demasiado al producto final. Tras un par de semanas al frente de “The Juror” (Brian Gibson, 1996), película que dejó y en la que fue sustituido por Jamie Anderson, su despedida del mundo del cine tuvo lugar con “The Devil’s Own” (Alan J. Pakula, 1997), un film algo soso y no demasiado destacable que es más recordado por las peleas de ego entre Brad Pitt y Harrison Ford en el set que por sus resultados en pantalla.

Aceptando el Oscar honorífico (2010)

«Cansado de esperar bajo la lluvia a que los actores salgan de sus caravanas”, Willis se retiró entonces. Continuó activo en publicidad durante algún tiempo, hasta que sus problemas de visión le retiraron por completo. Desde su casa en la costa de Massachusetts vio engordar su leyenda y el reconocimiento crítico, de público y de parte de sus colegas. En 1995 la American Society of Cinematographers le concedió su premio a toda una carrera y, hasta la fecha, es el único director de fotografía que ha obtenido un Oscar honorífico de la Academia de Hollywood (en 2010), por su “incomparable maestria con la luz, la sombra, el color y el movimiento”. El 18 de mayo de 2014 su luz se apagó definitivamente, pero muerto El Príncipe de la Oscuridad, como era apodado por sus imágenes, ha nacido la leyenda. Descanse en paz.

© Harmonica Rental & Cinema/Ignacio Aguilar, 2014.